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CHARI BORJA , SUS ALABANZAS LLENAN EL ALMA DE LA PRESENCIA DE DIOS. LA PRESENCIA DE DIOS Doquiera que los ojos inquieto torno en cuidadoso anhelo, allí ¡gran Dios! presente atónito mi espíritu te siente. Allí estás, y llenando la inmensa creación, so el alto empíreo, velado en luz te asientas, y tu gloria inefable a un tiempo ostentas. La humilde hierbecilla que huello, el monte que de eterna nieve cubierto se levanta y esconde en el abismo su honda planta, el aura que en las hojas con leve pluma susurrante juega y el sol que en la alta cima del cielo ardiendo el universo anima, me claman que en la llama brillas del sol, que sobre el raudo viento con ala voladora cruzas del occidente hasta la aurora, y que el monte encumbrado te ofrece un trono en su elevada cima, la hierbecilla crece por tu soplo vivífìco y florece. Tu inmensidad lo llena todo, Señor, y más: del invisible insecto al elefante, del átomo al cometa rutilante. Tú a la tiniebla obscura das su pardo capuz, y el sutil velo a la alegre mañana, sus huellas matizando de oro y grana; y cuando primavera desciende al ancho mundo, afable ríes entre sus gayas flores, y te aspiro en sus plácidos olores, y cuando el inflamado Sirio más arde en congojosos fuegos, tú las llenas espigas volando mueves y su ardor mitigas. Si entonce al bosque umbrío corro, en su sombra estás, y allí atesoras el frescor regalado, blando alivio a mi espíritu cansado. Un religioso miedo mi pecho turba, y una voz me grita: «En este misterioso silencio mora; adórale humildoso». Pero a par en las ondas te hallo del hondo mar; los vientos llamas y a su saña lo entregas, o si te place, su furor sosiegas. Por doquiera infinito te encuentro, y siento en el florido prado y en el luciente velo con que tu umbrosa noche entolda el cielo que del átomo eres el Dios, y el Dios del sol, del gusanillo que en el vil lodo mora, y el ángel puro que tu lumbre adora. Igual sus himnos oyes y oyes mi humilde voz, de la cordera el plácido balido y del león el hórrido rugido; y a todos dadivoso acorres, Dios inmenso, en todas partes y por siempre presente. ¡Ay! oye a un hijo en su rogar ferviente. Óyele blando, y mira mi deleznable ser; dignos mis pasos de tu presencia sean, y doquier tu deidad mis ojos vean. Hinche el corazón mío de un ardor celestial que a cuanto existe como tú se derrame, y, oh Dios de amor, en tu universo te ame. Todos tus hijos somos: el tártaro, el lapón, el indio rudo, el tostado africano, es un hombre, es tu imagen y es mi hermano.